Cuando
un profano en misterios teológicos se pone
a leer los pasajes neotestamentarios que relatan
la resurrección de Jesús -que es el
episodio fundamental en el que se basa el
cristianismo para demostrar la divinidad de Jesús-,
espera encontrar una serie de relatos
pormenorizados, sólidos, documentados y,
sobre todo, coincidentes unos con otros. Pero los
textos de los cuatro evangelistas nos dan
justamente la impresión contraria. A tal
punto son contradictorios los relatos de Mateo,
Marcos, Lucas y Juan que, si sus declaraciones
fuesen presentadas ante cualquier tribunal de
justicia, ningún juez podría aceptar
sus testimonios como base probatoria exclusiva
para emitir una sentencia. Basta con comparar los
relatos de todos ellos para darse cuenta de la
fragilidad de su estructura interna y, por tanto,
de su escasa credibilidad.
Después
de que Jesús expirase en la cruz, según
refiere Mateo,
«llegada
la tarde[i],
vino un hombre rico de Arimatea, de nombre José,
discípulo de Jesús. Se presentó
a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús.
Pilato entonces ordenó que le fuese
entregado [puesto que estaba en poder del juez][ii].
El, tomando el cuerpo, lo envolvió en una sábana
limpia y lo depositó en su propio sepulcro,
del todo nuevo, que había sido excavado en
la peña, y corriendo una piedra grande a la
puerta del sepulcro, se fue. Estaban allí
María Magdalena y la otra María,
sentadas frente al sepulcro»
(Mt 27,57-61).
En
la versión de Marcos, José de Arimatea es
ahora un
«ilustre
consejero (del Sanedrín), el cual también
esperaba el reino de Dios»
(Mc 15,43) y
Pilato no reclama el cuerpo de Jesús al
juez sino al centurión que controló
la ejecución:
«Informado
del centurión, dio el cadáver a José,
el cual compró una sábana, lo bajó,
lo envolvió en la sábana y lo
depositó en un monumento que estaba cavado
en la peña, y volvió la piedra sobre
la entrada del monumento. María Magdalena y
María la de José miraban dónde se
le ponía» (Mc
15,45-47).
El
relato que proporciona Lucas, en Lc 23,50-56, es
substancialmente coincidente con éste de Marcos,
pero en Juan la historia ocurre en un contexto
llamativamente diferente:
«Después
de esto rogó a Pilato José de Arimatea,
que era discípulo de Jesús, aunque
en secreto por temor de los judíos, que le
permitiese tomar el cuerpo de Jesús, y
Pilato se lo permitió. Vino, pues, y tomó
su cuerpo. Llegó Nicodemo, el mismo que había
venido a El de noche al principio, y trajo una
mezcla de mirra y áloe, como unas cien
libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y
lo fajaron con bandas y aromas, según es
costumbre sepultar entre los judíos. Había
cerca del sitio donde fue crucificado un huerto, y
en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual nadie aún
había sido depositado. Allí, a causa
de la Parasceve[iii]
de los judíos, por estar cerca el monumento,
pusieron a Jesús»
(Jn 19,38-42).
Ahora
José de Arimatea es «discípulo
de Jesús»
y no parece ser miembro del Sanedrín judío;
esa víspera del sábado surge de la
nada Nicodemo, que le ayuda a transportar el cadáver
de Jesús y lo amortajan (en los otros
Evangelios, como veremos enseguida, eran varias
mujeres las que iban a amortajarle y eso sucedía
en la madrugada del domingo); y se le entierra en
un sepulcro que ya no es señalado como
propiedad de José de Arimatea y al que se recurre
«por
estar cerca».
Retomando
el texto de Mateo seguimos leyendo:
«Al
otro día, que era el siguiente a la
Parasceve, reunidos los príncipes de los
sacerdotes y los fariseos ante Pilato, le dijeron:
Señor, recordamos que ese impostor, vivo aún,
dijo: Después de tres días resucitaré.
Manda, pues, guardar el sepulcro hasta el día
tercero, no sea que vengan sus discípulos,
le roben y digan al pueblo: Ha resucitado de entre
los muertos[iv]
(...) Ellos fueron y pusieron guardia al sepulcro
después de haber sellado la piedra»
(Mt 27,62-66). Estos
versículos afirman al menos dos cosas: que
era conocida por todos la advertencia de Jesús
acerca de su resurrección al tercer día
y que el sepulcro estaba guardado por soldados
romanos.
El
relato de Mateo prosigue:
«Pasado
el sábado, ya para amanecer el día
primero de la semana, vino María Magdalena
con la otra María [María de Betania]
a ver el sepulcro. Y sobrevino un gran terremoto,
pues un ángel del Señor bajó
del cielo y acercándose removió la
piedra del sepulcro y se sentó sobre ella.
Era su aspecto como el relámpago, y su
vestidura blanca como la nieve. De miedo de él
temblaron los guardias y se quedaron como muertos.
El ángel, dirigiéndose a las mujeres, dijo:
No temáis vosotras, pues sé que buscáis
a Jesús el crucificado. No está aquí;
ha resucitado, según lo había dicho...»
(Mt 28,1-6).
La
versión de Marcos difiere substancialmente
de esta de Mateo ya que relata el suceso de esta
otra forma:
«Pasado
el sábado, María Magdalena, y María
la de Santiago [María de Betania], y Salomé
compraron aromas para ir a ungirle. Muy de
madrugada, el primer día después del sábado,
en cuanto salió el sol, vinieron al
monumento. Se decían entre sí:
¿Quién nos removerá la piedra de la
entrada del monumento? Y mirando, vieron que la
piedra estaba removida; era muy grande. Entrando
en el monumento, vieron a un joven sentado a la
derecha, vestido de una túnica blanca, y
quedaron sobrecogidas de espanto...»
(Mc 16,1-5) y,
como en Mateo, el antes ángel ahora joven
ordenó a las mujeres que dijeran a los discípulos
que debían encaminarse hacia Galilea para
poder ver allí a Jesús.
En
Lucas se dice:
«y
encontraron removida del monumento la piedra, y
entrando, no hallaron el cuerpo del Señor
Jesús. Estando ellas perplejas sobre esto,
se les presentaron dos hombres vestidos de
vestiduras deslumbrantes. Mientras ellas se
quedaron aterrorizadas y bajaron la cabeza hacia
el suelo, les dijeron: ¿Por qué buscáis
entre los muertos al que vive? No está aquí;
ha resucitado (...) y volviendo del monumento,
comunicaron todo esto a los once y a todos los demás.
Eran María la Magdalena, Juana y María
de Santiago y las demás que estaban con
ellas. Dijeron esto a los apóstoles pero a
ellos les parecieron desatinos tales relatos y no
los creyeron. Pero Pedro se levantó y corrió
al monumento, e inclinándose vio sólo
los lienzos, y se volvió a casa admirado de
lo ocurrido»(Lc
24,1-12).
Nótese
que el antes ángel y después joven es
ahora
«dos
hombres»
-y
que ya no mandan ir hacia Galilea dado que, según
se dice algo más abajo, en Lc 24,13-15, Jesús
resucitado acudió al encuentro de los discípulos
en Emaús-; las tres mujeres se han
convertido en una pequeña multitud; y Pedro
visita el sepulcro personalmente.
Según
Juan,
«El
día primero de la semana, María
Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún
era de noche, al monumento, y vio quitada la
piedra del monumento. Corrió y vino a Simón
Pedro y al otro discípulo a quien Jesús
amaba, y les dijo: Han tomado al Señor del
monumento y no sabemos donde le han puesto. Salió,
pues, Pedro y el otro discípulo y fueron al
monumento. Ambos corrían; pero el otro discípulo
corrió más aprisa que Pedro y llegó
primero al monumento, e inclinándose, vio
las bandas; pero no entró. Llegó Simón
Pedro después de él, y entró en el
monumento y vio las fajas allí colocadas, y
el sudario (...) Entonces entró también el
otro discípulo que vino primero al
monumento, y vio y creyó; porque aún
no se habían dado cuenta de la Escritura,
según la cual era preciso que El resucitase
de entre los muertos. Los discípulos se
fueron de nuevo a casa. María se quedó
junto al monumento, fuera, llorando. Mientras
lloraba se inclinó hacia el monumento, y
vio a dos ángeles vestidos de blanco,
sentados uno a la cabecera y otro a los pies de
donde había estado el cuerpo de Jesús.
Le dijeron: ¿Por qué lloras, mujer? Ella
les dijo: Porque han tomado a mi Señor y no
sé dónde le han puesto. Diciendo esto, se
volvió para atrás y vio a Jesús
que estaba allí, pero no conoció que
fuese Jesús ...»
(Jn 20,1-18).
Ahora
son dos y no uno o ninguno los discípulos
que acuden al sepulcro, pero una sola la mujer (que
ya no va a ungir el cuerpo de Jesús); en su
alucinante metamorfosis, el ángel/joven/dos
hombres se ha convertido en «dos
ángeles»
que aparecen situados en una nueva posición,
que pronuncian palabras diferentes a sus
antecesores en el papel y que, como en Lucas,
tampoco ordenan ir a ninguna parte dado que Jesús
no espera a Galilea o Emaús para aparecerse
y lo hace allí mismo, junto a su propia
tumba.
Si
resumimos la escena tal como la atestiguan los
cuatro evangelistas inspirados por el Espíritu
Santo obtendremos el siguiente cuadro: en Mateo
las mujeres van a ver el sepulcro; se produce un
terremoto; baja un ángel del cielo; remueve
la piedra de la entrada de la tumba y se sienta en
ella; y deja a los guardias «como
muertos».
En
Marcos las mujeres (que ya no son sólo las
dos Marías, puesto que se suma Salomé) van
a ungir el cuerpo de Jesús; no hay
terremoto; la piedra de la entrada ya está
quitada; un joven está dentro del monumento
sentado a la derecha; y los guardias se han
esfumado.
En
Lucas, las mujeres, que siguen llevando ungüentos,
son las dos Marías, Juana, que sustituye a
Salomé, y «las
demás que estaban con ellas»;
tampoco hay terremoto ni guardias; se les
presentan dos hombres, aparentemente procedentes
del exterior del sepulcro; se les anuncia que Jesús
se les aparecerá en Emaús y no en
Galilea, tal como se dice en los dos textos
anteriores; y Pedro da fe del hecho prodigioso.
En
Juan sólo hay una mujer, María
Magdalena, que no va a ungir el cadáver; no
ve a nadie en el sepulcro y corre a avisar no a
uno sino a dos apóstoles, que certifican el
suceso; después de esto, mientras María
llora fuera del sepulcro, se aparecen dos ángeles,
sentados en la cabecera y los pies de dónde
estuvo el cuerpo del crucificado; y Jesús
se le aparece a la mujer en ese mismo momento. En
lo único en que coinciden todos es en la
desaparición del cuerpo de Jesús y
en la vestimenta blanco/luminosa que llevaba el
transformista ángel/joven/dos hombres/dos
ángeles.
No
hace falta ser ateo o malicioso para llegar a la
evidente conclusión de que estos pasajes no
pueden tener la más mínima
credibilidad. No hay explicación alguna
para la existencia de tantas y tan graves
contradicciones en textos supuestamente escritos
por testigos directos -y redactados dentro de un
periodo de tiempo de unos treinta a cuarenta años
entre el primero (Marcos) y el último
(Juan)- e inspirados por Dios... salvo que la
historia sea una pura elaboración mítica,
tal como ya señalamos, para completar el
diseño de la personalidad divina de Jesús
asimilándola a las hazañas
legendarias de los dioses solares jóvenes y
expiatorios que le habían precedido, entre
los que estaba Mitra, su competidor directo en
esos días, que no sólo había
tenido una natividad igual a la que se adjudicará
a Jesús sino que también había
resucitado al tercer día.
Si
leemos entre líneas los versículos
citados, podremos darnos cuenta de algunas pistas
interesantes para comprender mejor el ánimo
de sus redactores. Marcos, el primer texto evangélico
escrito, obra del traductor del apóstol
Pedro, esbozó el relato mítico con
prudencia y evitó las alharacas
sobrenaturales innecesarias. Mateo, por el
contrario, a pesar de que se inspiró en
Marcos para escribir su obra, siguió siendo
fiel a su estilo y se regocijó en adaptar
leyendas paganas orientales al mito de Jesús,
por eso -ya fuese por obra del verdadero Mateo o
del redactor que puso a punto la versión
actual de su Evangelio en Egipto- en su texto
aparecen -pero no en los demás- los típicos
terremotos y seres celestiales bajados del cielo
propios de las leyendas paganas que vimos en
apartados anteriores.
El
médico Lucas, ayudante de Pablo, que se inspiró
en Marcos y Mateo puesto que jamás trató
con nadie relacionado con Jesús, adoptó
la misma mesura que Marcos y, dado que escribió
en Roma, eliminó del relato las referencias
celestiales exóticas y aquellas que
pudiesen herir susceptibilidades entre los romanos.
Como su objetivo fue demostrar la veracidad del
cristianismo (y también de este hecho, claro está)
recurrió a sus típicas exageraciones
y manipulaciones en pos de asegurarse la
credibilidad. Por eso convirtió en hombre
maduro a quien había sido un joven o un
ángel y dobló su presencia para
mejor testimonio.
Otro
tanto sucedió con las mujeres -a las que ni
él ni Pablo concedían demasiada
credibilidad-, que presentó como a un grupo
numeroso para así poder compensar en alguna
medida su credulidad genética gracias a la
cantidad de testimonios coincidentes; pero, aún
así, Lucas creyó necesario incluir
el testimonio de un varón para que el
relato pareciese razonable y ahí hizo su
aparición Pedro[v].
El apóstol Pedro no sólo gozaba de
credibilidad entre la comunidad judeocristiana
sino que era el oponente más duro de Pablo,
así que al incluirlo en el relato se
lograban dos cosas a la vez: dar veracidad al
hecho por su testimonio de varón y
materializar una sutil venganza en su contra mermándole
su masculinidad y prestigio al presentarlo solo en
medio de un grupo de mujeres.
En
Juan, el más místico de los cuatro,
los hombres volvieron a ser transformados en
ángeles (dos, por supuesto), la mujer fue
una sola y con un papel totalmente pasivo y, en
sintonía con la conocida pasión que
evidencia el redactor de este Evangelio por el Jesús
divino, no pudo aguardar para hacerle aparecer en
Galilea y le hizo materializarse en su propia
sepultura para mayor gloria. Pero vemos también
que en este relato aparecen dos discípulos,
Pedro y «el
otro discípulo a quien Jesús amaba»;
al margen de comprobar otra vez como a cada nuevo
evangelio se va doblando la cantidad de testigos,
la elección de estos dos hombres no es
casual. Pedro debía aparecer puesto que
antes lo había situado Lucas en la escena,
pero el otro tenía que figurar también
dado que se trataba de la fuente de quien
supuestamente partía ese relato.
Si
recordamos lo ya documentado con anterioridad,
sabremos que el autor del Evangelio de Juan no fue
el apóstol Juan, sino el griego Juan “el
Anciano” -que se basó en las memorias del
judío Juan el Sacerdote, el “discípulo
querido”-. En los versículos de Juan se
presenta a Juan el Sacerdote corriendo hacia el
sepulcro junto a Pedro, pero ganándole la
carrera, que por algo éste es su texto
particular, con lo que quedaba sutilmente valorado
por encima de Pedro. Juan fue el primero en ver la
tela del sudario pero, sin embargo, fue Pedro
quien entró por delante en la sepultura; la
razón para ello es bien simple: dado su
oficio sacerdotal[vi],
Juan, para no adquirir impureza, no podía
penetrar en el sepulcro hasta no saber con certeza
que allí ya no había ningún
cadáver; cuando Pedro se lo confirmó,
él también entró «vio
y creyó».
Al igual que ocurre en toda la Biblia, las
motivaciones humanas de los escritores dichos
sagrados son tan poderosas y visibles que
oscurecen cuantos rincones se pretenden llenos de
luz divina.
Repasando
lo que se dice en el Nuevo Testamento acerca de la
actitud de los discípulos frente a la
resurrección de Jesús volvemos
quedar sorprendidos ante la incredulidad que
demuestran éstos al recibir la noticia. En Mt
27,63-64, tal como ya pudimos leer, se dice que
era tan notorio y conocido por todos que Jesús
había prometido resucitar al tercer día
que el Sanedrín forzó a Pilato a
poner guardias ante el sepulcro y a sellar su
entrada. Y en Lucas se refresca la memoria de las
mujeres desconsoladas ante la sepultura vacía
diciéndoles:
«Acordaos
cómo os habló [Jesús] estando
aún en Galilea, diciendo que el Hijo del
hombre había de ser entregado en poder de
pecadores, y ser crucificado, y resucitar al
tercer día»
(Lc 24,7).
Todos
estaban, pues, advertidos, pero a los apóstoles,
según sigue diciendo Lc 24,11,
«les
parecieron desatinos tales relatos [el sepulcro
vacío que habían encontrado las
mujeres] y no los creyeron».
Las
mujeres de Mc 16,8 «a
nadie dijeron nada» aunque a renglón
seguido María Magdalena se lo contó
a los apóstoles que «oyendo que vivía
y que había sido visto por ella, no lo
creyeron»[vii]
y,
a más abundamiento «Después
de esto se mostró en otra forma a dos de
ellos [apóstoles] que iban de camino y se
dirigían al campo. Estos, vueltos, dieron
la noticia a los demás; ni aun a éstos
creyeron»
(Mc 16,12-13). En
Juan, Pedro y Juan el Sacerdote
«aún
no se habían dado cuenta de la Escritura,
según la cual era preciso que El resucitase
de entre los muertos»
(Jn 20,9).
A
Pedro, en especial, se le presenta en los
Evangelios rechazando con vehemencia la
posibilidad de la pasión y recibiendo por
ello un durísimo reproche de parte de Jesús[viii],
pero ¿cómo podía seguir mostrándose
incrédulo ante la noticia de la resurrección
de su maestro alguien que había visto
fielmente cumplidos los vaticinios de Jesús
acerca de su detención y muerte así
como el que advertía que él mismo le negaría
tres veces? Resulta ilógico pensar que apóstoles,
que habían sido testigos directos de los
milagros que se atribuyen a Jesús, entre
ellos el de la resurrección de la hija de
Jairo[ix]
-jefe de la sinagoga judía gerasena- y la
de Lázaro[x],
no pudiesen creer que su maestro fuese capaz de
escapar de la muerte tal como tan repetidamente
había anunciado si hemos de creer en los
versículos siguientes:
En
Mc 8,31 Jesús, reunido con sus apóstoles,
«Comenzó
a enseñarles cómo era preciso que el
Hijo del hombre padeciese mucho, y que fuese
rechazado por los ancianos y los príncipes
de los sacerdotes y los escribas, y que fuese
muerto y resucitara después de tres días.
Claramente se hablaba de esto»[xi].
Mientras
todos estaban atravesando el lago de Galilea, según
Mc 9,30-32, Jesús
«iba
enseñando a sus discípulos, y les
decía: El Hijo del hombre será
entregado en manos de los hombres y le darán
muerte, y muerto, resucitará al cabo de
tres días. Y ellos no entendían esas
cosas, pero temían preguntarle»[xii].
La
tercera predicción de Jesús acerca
de su inminente pasión figura en Mc
10,33-34 cuando se dice:
«Subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será
entregado a los príncipes de los sacerdotes
y a los escribas, que le condenarán a
muerte y le entregarán a los gentiles, y se
burlarán de El y le escupirán, y le
azotarán y le darán muerte, pero a
los tres días resucitará»[xiii].
Y
en Mc 14,28-29, mientras se dirigían hacia
el monte de los Olivos, encontramos a Jesús
afirmando:
«pero
después de haber resucitado os precederé a
Galilea»[xiv].
La
inexplicable incredulidad de los apóstoles
ante la noticia de la resurrección de Jesús
resulta aún mucho más alarmante
cuando leemos el testimonio de Mateo acerca del
suceso que siguió a la muerte del mesías
judío:
«Jesús,
dando de nuevo un fuerte grito, expiró. La
cortina del templo se rasgó de arriba abajo
en dos partes, la tierra tembló y se
hendieron las rocas; se abrieron los monumentos, y
muchos cuerpos de santos que dormían,
resucitaron, y saliendo de los sepulcros, después
de la resurrección de El, vinieron a la
ciudad santa y se aparecieron a muchos. El centurión
y los que con él guardaban a Jesús, viendo
el terremoto y cuanto había sucedido,
temieron sobremanera y se decían:
Verdaderamente, éste era el hijo de Dios...»
(Mt 27,50-54).
Ante
este testimonio inspirado de Mateo sólo
caben dos conclusiones: o el relato es una
absoluta mentira -con lo que también se convierte
en una invención el resto de la historia de
la resurrección-, o la humanidad de esa época
presentaba el nivel de cretinéz más
elevado que jamás pueda concebirse. Una
convulsión como la descrita no sólo
hubiese sido la “noticia del siglo” a lo largo
y ancho del Imperio romano sino que, obviamente,
tendría que haber llevado a todo el mundo,
judíos y romanos incluidos, con el sumo
sacerdote y el emperador al frente, a peregrinar
ante la cruz del suplicio para aceptar al
ejecutado como el único y verdadero «hijo
de Dios»,
tal como supuestamente apreciaron, con buen tino,
el centurión y sus soldados; pero en lugar
de eso, nadie se dio por aludido en una sociedad
hambrienta de dioses y prodigios, ni cundió
el pánico entre la población -máxime
en una época en la que buena parte de los judíos
esperaban el inminente fin de los tiempos, cosa
que también había creído y
predicado el propio Jesús-, ni tan siquiera
logró que los apóstoles sospechasen
que allí estaba a punto de suceder algo
maravilloso y por eso les pilló fuera de
juego la nueva de la resurrección. Es el
colmo del absurdo.
Además,
¿cómo no iban a llamar la atención
y despertar la alarma los muchos santos que, según
Mateo, salieron de sus tumbas y se pasearon por
Jerusalén entre sus moradores? Unos santos de los
que, por cierto, no se dice quienes eran (ni la
razón de su santidad), ni quienes los
reconocieron como tales, ni a quienes se
aparecieron y que, tal como expresa el texto,
resucitaron antes que el propio Jesús, con
lo que se invalida absolutamente la doctrina de
que la resurrección de los muertos llegó
sólo a consecuencia (y después) de la
protagonizada por Jesús[xv].
Los santos resucitados de Mateo acabaron por
convertirse en un buen problema para la Iglesia[xvi].
Si,
hartos de tanta contradicción, intentamos
descubrir algún indicio sobre el fundamento
de la resurrección, nos meteremos de nuevo
en medio de otro mar de dudas distinto y no menos
insalvable. Es creencia común entre los
cristianos actuales que Jesús posee el
poder de resucitar a los muertos en el día
del Juicio Final pero, sorprendentemente, ni
Mateo, ni Marcos, ni Lucas dijeron palabra alguna
a este respecto -¿no se habían
enterado de tan buena nueva?-, sólo el místico
y esotérico Juan, en la primera década del siglo
II d. C., vino a llenar este incomprensible vacío
con versículos como los siguientes:
«Porque
ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que
ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna, y yo
lo resucitaré en el último día» (Jn
6,40);
«Nadie puede venir a mí si el Padre, que
me ha enviado, no le trae, y yo le resucitaré en
el último día» (Jn
6,44); o «El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida
eterna y yo le resucitaré el último día»
(Jn 6,54).
Lucas,
cuando escribió los Hechos de los Apóstoles,
tampoco mostró que su jefe Pablo estuviese
convencido del papel a jugar por Jesús
respecto a la resurrección final, ya que
cuando el apóstol de los gentiles se halló
delante del procurador romano le dijo:
«Te
confieso que sirvo al Dios de mis padres con plena
fe en todas las cosas escritas en la Ley y en los
Profetas, según el camino que ellos llaman
secta, y con la esperanza en Dios que ellos mismos
tienen de la resurrección de los justos y
de los malos...» (Act 24,14-15).
Pablo,
como judío, reservaba a Dios la capacidad
de resurrección, no al Jesús
divinizado o a cualquier otro[xvii].
Por
lo anterior, que era creencia común del
judaísmo y del cristianismo primitivo,
parecería obvio pensar que Jesús fue
resucitado por obra expresa de Dios, tal como muy
bien se indica, entre otros, en los versículos
de Act 2,23-24:
«a éste [Jesús de Nazaret], entregado según
el designio determinado y la presencia de Dios,
después de fijarlo (en la cruz) por medio de
hombres sin ley, le disteis muerte. Al cual Dios
le resucitó después de soltar las ataduras
de la muerte, por cuanto no era posible que fuera
dominado por ella...»;
pero otro texto, tan inspirado por Dios como éste,
parece indicar que es el propio Jesús quien
tiene la potestad de resucitarse a sí mismo:
«Por
eso el Padre me ama, porque yo doy mi vida para
tomarla de nuevo. Nadie me la quita, soy yo quien
la doy por mí mismo. Tengo poder para darla
y poder para volver a tomarla. Tal es el mandato
del Padre que he recibido»
(Jn
10,17-18),
y poco después se añade:
«Yo
soy la resurrección y la vida»
(Jn 11,25). Dado
que la Iglesia manda tomar por cierta cada palabra
de la Biblia, no deberíamos
encontrar contradicción alguna entre el
hecho de que Jesús fuese resucitado por
Dios o por sí mismo... al fin y al cabo,
ambos acabarían pasando a formar parte de
una sola y trina personalidad divina.
Pero,
por mucha fe que se le ponga, resulta de nuevo
imposible obviar las disparidades que aparecen en
el Nuevo Testamento cuando se relata el
hecho memorable -según cabe suponer- de la
aparición de Jesús ya resucitado a
los apóstoles.
En
Mateo, después que las dos Marías
encontraran el sepulcro vacío y se
dirigieran corriendo a comunicarlo a los discípulos,
«Jesús
les salió al encuentro, diciéndoles:
Salve. Ellas, acercándose, asieron sus pies
y se postraron ante El. Díjoles entonces
Jesús: No temáis; id y decid a mis
hermanos que vayan a Galilea y que allí me
verán»
(Mt
28,9);
y
el relato concluye diciendo que
«Los
once discípulos se fueron [desde Jerusalén]
a Galilea, al monte que Jesús les había
indicado, y, viéndole, se postraron, aunque
algunos vacilaron, y acercándose Jesús,
les dijo: Me ha sido dado todo el poder en el
cielo y en la tierra...»
(Mt 28,16-18).
En
Marcos,
«Resucitado
Jesús la mañana del primer día
de la semana, se apareció primero a María
Magdalena (...) Ella fue quien lo anunció a
los que habían vivido con El...»
(Mc 16,9-10);
«Después
de esto se mostró en otra forma a dos de
ellos que iban de camino y se dirigían al
campo»
(Mc 16,12);
ya en Galilea (se supone)
«Al
fin se manifestó a los once, estando
recostados a la mesa, y les reprendió su
incredulidad...» (Mc
16,14); y,
finalmente,
«El
Señor Jesús, después de haber
hablado con ellos, fue levantado a los cielos y
está sentado a la diestra de Dios»
(Mc 16,19).
En
Lucas,
«El
mismo día [domingo, tras el descubrimiento
de la sepultura vacía], dos de ellos iban a
una aldea (...) llamada Emaús, y hablaban
entre sí de todos estos acontecimientos.
Mientras iban hablando y razonando, el mismo Jesús
se les acercó e iba con ellos, pero sus
ojos no podían reconocerle (...) Puesto con
ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo,
lo partió y se lo dio. Se les abrieron los
ojos y le reconocieron, y desapareció de su
presencia»
(Lc 24,13-31),
después de esto
«En
el mismo instante se levantaron, y volvieron a
Jerusalén y encontraron reunidos a los once y a
sus compañeros, que les dijeron: El Señor
en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón.
Y ellos contaron lo que les había pasado en
el camino y cómo le reconocieron en la
fracción del pan. Mientras esto hablaban,
se presentó en medio de ellos y les dijo:
La paz sea con vosotros (...) Le dieron un trozo
de pez asado, y tomándolo, comió
delante de ellos»
(Lc 24,33-43);
finalmente,
«Los
llevó cerca de Betania, y levantando sus
manos, les bendijo, y mientras los bendecía
se alejaba de ellos y era llevado al cielo»
(Lc 24,50-51).
En
Juan, mientras María Magdalena permanecía
fuera del sepulcro llorando
«se
volvió para atrás y vio a Jesús
que estaba allí, pero no conoció que
fuese Jesús (...) María Magdalena
fue a anunciar a los discípulos: “He
visto al Señor” y las cosas que había
dicho»
(Jn 20,14-18). «La
tarde del primer día de la semana, estando
cerradas las puertas del lugar donde se hallaban
los discípulos por temor de los judíos,
vino Jesús y, puesto en medio de ellos...»
(Jn
20,19). «Pasados
ocho días, otra vez estaban dentro los discípulos
(...) Vino Jesús, cerradas las puertas, y,
puesto en medio de ellos...»
(Jn 20,26). «Después
de esto se apareció Jesús a los discípulos
junto al mar de Tiberíades, y se apareció
así: Estaban juntos Simón Pedro y
Tomás, llamado Dídimo; Natanael, el
de Caná de Galilea, y los de Zebedeo, y
otros dos discípulos. Díjoles Simón
Pedro: Voy a pescar (...) Salieron y entraron en
la barca, y en aquella noche no pescaron nada.
Llegada la mañana, se hallaba Jesús
en la playa; pero los discípulos no se
dieron cuenta de que era Jesús (...) El les
dijo: Echad la red a la derecha de la barca y
hallaréis. La echaron, pues, y ya no podían
arrastrar la red por la muchedumbre de los peces
(...) Jesús les dijo: Venid y comed...»
(Jn 21,1-12).
Según
los Hechos de los Apóstoles de Lucas, Jesús
apareció ante sus apóstoles durante
nada menos que cuarenta días: «después
de su pasión, se presentó vivo, con
muchas pruebas evidentes, apareciéndoseles
durante cuarenta días y hablándoles
del reino de Dios»
(Act 1,3) y,
al fin
«fue
arrebatado a vista de ellos, y una nube le
sustrajo a sus ojos»
(Act 1,9)[xviii].
Pero
Pablo, por su parte, complicó aún más
la rueda de apariciones cuando testificó
que
«lo
que yo mismo he recibido, que Cristo murió
por nuestros pecados, según las Escrituras;
que fue sepultado, que resucitó al tercer día,
según las Escrituras, y que se apareció
a Cefas, luego a los doce. Después se apareció
una vez a más de quinientos hermanos, de
los cuales muchos permanecen todavía, y
algunos durmieron; luego se apareció a
Santiago, luego a todos los apóstoles; y
después de todos, como a un aborto, se me apareció
también a mí»
(I Cor 15,3-8).
Tomando
en cuenta los denodados esfuerzos -con milagros
incluidos- que había hecho Jesús,
durante su vida pública, para intentar
convencer de su mensaje a las masas ¿no
resulta increíble que se apareciera
solamente ante sus íntimos y no ante todo
el pueblo o el procurador Pilato que le ajustició,
despreciando así su mejor oportunidad para
convertir a todo el Imperio romano de una sola vez?
Por otra parte, si repasamos lo dicho en todos
estos testimonios inspirados que acabamos de
exponer, tal como lo resumimos en el cuadro que
insertaremos seguidamente, deberemos convenir que
no es creíble en absoluto que un suceso tan
fundamental como éste se cuente de tantas formas
diferentes y que cada autor sagrado haga aparecer
a Jesús las veces que le venga en gana y en
los lugares y ante los testigos que se le antojen.
Los
machistas Lucas y Pablo excluyen a María
Magdalena de entre los privilegiados testigos de
las apariciones de Jesús, mientras que para
los otros es la primera en verle. Las apariciones
en el camino cerca de Jerusalén sólo
figuran en Marcos y en Lucas (que
toma el dato de éste) y aportan contextos muy
diferentes.
La
presencia de Jesús ante sus apóstoles
cuando aún estaban en Jerusalén es
relatada por Lucas, Juan y Pablo, que no
conocieron a Jesús ni fueron discípulos
suyos, pero inexplicablemente la omiten quienes se
supone que estaban allí, eso es el apóstol
Mateo y Pedro (cuyas memorias originan el texto de
Marcos).
Las
apariciones de Jesús en Galilea solo
figuran en Mateo, Marcos y Juan,
pero fueron situadas, respectivamente, en escenas
y comportamientos absolutamente diversos que
acontecieron en lo alto de una montaña,
alrededor de una mesa y pescando en el lago Tiberíades
(¡¿?!). Lucas afirmó que hubo
apariciones durante cuarenta días o un día,
según qué texto suyo se lea, y su maestro
Pablo perdió toda mesura y compostura en su
texto de I Cor 15,3-8, donde se cita a Jesús
presentándose tanto a discípulos
solos como a grupos de
«quinientos
hermanos».
Por
último, sólo en Marcos y en Lucas
-que no fueron escritos por apóstoles- se
dice que Jesús fue «levantado
a los cielos»,
aunque, lógicamente, también se presentó
el hecho en circunstancias substancialmente
distintas.
Dado
que el más elemental sentido común
impide creer que un evangelista hubiese dejado de
enumerar ni una sola de las apariciones de Jesús
resucitado, los vacíos y contradicciones
tremendas que se observan sólo pueden
deberse a que esos relatos fueron una pura invención
destinada a servir de base al antiguo mito pagano
del joven dios solar expiatorio que resucita después
de su muerte, una leyenda que, como ya mostramos,
se aplicó a Jesús sin rubor alguno.
Puestos
a observar incongruencias, también aparecen
ciertas dudas razonables cuando calculamos el
tiempo que permaneció muerto Jesús.
Si, tal como testifican los evangelistas, Jesús
fue depositado en su sepulcro a finales de la
tarde de un viernes -o de la noche, pues en Lc
23,54 se dice que
«estaba
para comenzar el sábado»- y el domingo «ya
para amanecer»
(Mt
28,1)
Jesús
había desaparecido del «monumento» debido
a su resurrección en algún momento
concreto que se desconoce, resulta que el nazareno
no estuvo en su tumba más que unas seis
horas, como máximo, el viernes, todo el sábado
y otras seis horas o menos el domingo, eso hace un
total de unas treinta y seis horas, un tiempo récord
que es justo la mitad de las horas que debería
haber pasado muerto para poder cumplirse
adecuadamente la profecía que el propio Jesús
había hecho a sus apóstoles al
decirles que
«El
Hijo del hombre será entregado en manos de
los hombres y le darán muerte, y muerto,
resucitará al cabo de tres días»
(Mc 9,31).
Por
si algún cristiano piadoso quisiere
defenderse como gato panza arriba argumentando que
viernes, sábado y domingo, aunque no fueran
completos, ya son los «tres
días»
profetizados, será obligatorio recordar la
respuesta que dio Jesús en Mt
12,38-40:
«Entonces
le interpelaron algunos escribas y fariseos, y le
dijeron: Maestro, quisiéramos ver una señal
tuya. El, respondiendo, les dijo: La generación
mala y adúltera busca una señal,
pero no le será dada más señal
que la de Jonás el profeta. Porque, como
estuvo Jonás en el vientre del cetáceo
tres días y tres noches, así estará
el Hijo del hombre tres días y tres noches
en el corazón de la tierra»[xix].
Es
evidente, pues, que el tiempo de permanencia en el
sepulcro, antes de resucitar, debía ser de
tres días completos con sus respectivas
noches.
Jesús,
por tanto, no resucitó a los tres días
de muerto sino al cabo de un día y medio,
con lo que no pudo validarse a sí mismo
mediante la «señal de Jonás»,
puesto que incumplió su reiterada promesa
por exceso de rapidez. Aunque, en cualquier caso,
dejó constancia de su gloria y poder
al vencer en su propio mito a su oponente el dios
Mitra, que ese sí tuvo que pasarse tres días
enteros dentro de su tumba antes de poder
resucitar.
En
el caso de que la resurrección de Jesús
hubiese sido un hecho cierto, cosa que este autor
no tiene el menor interés en negar por principio,
resulta absolutamente evidente que tal prodigio no
aparece acreditado en ninguna parte de las Sagradas
Escrituras; cosa bien lamentable, por otra
parte, ya que no se aborda esta cuestión -ni
nada que se le relacione, aunque sea remotamente-
en ningún otro documento contemporáneo
ajeno a los citados.
Notas
[i]
Del
viernes («Llegada ya la tarde, porque era la
Parasceve, es decir, la víspera del sábado»
se añade en Mc 15,42).
[ii]
En la anotación a Mt 27,58 (en la
traducción de Nácar-Colunga) se
dice: «Como cadáver de reo, estaba en
poder del juez, que no lo entregó hasta
haberse certificado que estaba ya muerto.»
[iii]
Parasceve significa el día de la
Preparación, el viernes o víspera
del día de descanso semanal judío
que, ese sábado, precisamente, a lo que
parece, debía coincidir con alguna
celebración especial.
[iv]
Según lo refiere el evangelista en Mt
28,11-15, la versión del robo del cadáver
de Jesús por parte de sus discípulos
fue la que «se divulgó entre los judíos
hasta el día de hoy». Mateo, en
una patraña que no consta en ningún
otro evangelio, cuenta cómo los
sacerdotes judíos pagaron «bastante
dinero» a los guardianes romanos para que
dijeran que «viniendo los discípulos de
noche, le robaron mientras nosotros dormíamos»,
con lo que, de una tacada, toma por estúpidos
al Sanedrín judío, a los soldados
romanos y al lector de sus versículos ya
que, si los sacerdotes judíos pensaron
que Jesús había resucitado de
verdad, no tenía ningún sentido
pagar para ocultar algo tan grande que acabaría
por saberse de alguna forma (nadie resucita para
mantenerlo oculto) y, por otra parte, si los
guardias romanos hubiesen confesado haberse
dejado robar el cuerpo de Jesús mientras
dormían, se les habría ejecutado
inmediatamente, con lo que el dinero recibido
les iba a servir de bien poco.
[v]
Un hecho tan importante como que el apóstol
Pedro estuvo en el sepulcro en esa circunstancia
básica del cristianismo hubiese sido
conocido y relatado por Marcos, que escribió
su texto sobre lo que le escuchó predicar
directamente a Pedro; y también lo hubiese
sabido y escrito su compañero de
apostolado Mateo, pero ese no es el caso.
[vi]
Que ya se deja ver cuando, como fuente de Juan
“el Anciano”, describe el modo ritual judío
de practicar los enterramientos -en Jn
19,39-40- y entra en contradicción con
los otros tres evangelistas.
[vii]
Al
margen de lo dicho, quizá la credibilidad
de María Magdalena -o María de
Magdala- no fuese demasiado sólida ante
quienes la conocían si, tal como se
cuenta en Lc 8,2, «había sido
curada de espíritus malignos (...) de la
cual habían salido siete demonios» antes
de convertirse en seguidora de Jesús.
Desde el punto de vista psiquiátrico
actual cabría pensar, como mínimo,
que ¡siete demonios suponen ya demasiado
desequilibrio para una sola persona! (máxime
en un tiempo que estaba aún a dos
milenios del descubrimiento de los neurolépticos
y demás psicofármacos antipsicóticos).
[viii]
Así, por ejemplo, en Mt 16,21-23
se lee: «Desde entonces comenzó Jesús
a manifestar a sus discípulos que tenía
que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte
de los ancianos, de los príncipes de los
sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al
tercer día resucitar. Pedro, tomándole
aparte, se puso a amonestarle, diciendo: No
quiera Dios, Señor, que esto suceda. Pero
El, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate
de mí, Satanás; tú me
sirves de escándalo, porque no sientes
las cosas de Dios, sino las de los hombres.»
[ix]
Cfr. Mt 9,18-25; Mc 5,35-43
y Lc 8,40-56.
[xi]
El pasaje se repite en Mt 16,21 y en Lc
9,22.
[xii]
Ver
también Mt 17,22-23 -que añade
que los apóstoles «se pusieron muy
tristes»- y Lc 9,44-45.
[xiii]
Este texto se reproduce también en Mt
20,18-19 y en Lc 18,31-34, que añade:
«Pero ellos no entendían nada de esto,
eran cosas ininteligibles para ellos, no entendían
lo que les decía.»
[xiv]
En el contexto narrativo equivalente de Mt
26,30-35 y Lc 22,31-39 no se incluye esta
frase.
[xv]
«Porque como por un hombre vino la muerte,
también por un hombre vino la resurrección
de los muertos. Pues así como en Adán
mueren todos, así también en Cristo serán
todos vivificados» (I Cor 15,21-22).
[xvi]
Tan
llamativa e imposible de camuflar es esta
incoherencia, que la Iglesia católica no
ha logrado maquillarla del todo ni aún
con sus alucinógenas anotaciones a las Sagradas
Escrituras. En la Biblia de Nácar-Colunga
se anota el versículo de Mt 27,52
con el comentario siguiente: «Este hecho nos es
transmitido sólo por San Mateo; su
interpretación es difícil, y por
esto, objeto de varias opiniones. En el sentido
obvio, esos santos se habrían adelantado
al Señor en la resurrección, lo
que no puede admitirse. ¿Habrá
anticipado el evangelista la resurrección
de los santos? Esos que, resucitados, salieron
de sus sepulcros, ¿volvieron a morir?
Otros tantos misterios. Lo indudable es que esa
resurrección, cualquiera y como quiera
que sea, es señal de la victoria de Jesús
sobre la muerte y de la liberación de los
que le esperaban en el seno de Abraham». La
desfachatez de la Iglesia es tan infinita y
resulta tan obvia que ahorra cualquier apostilla
a esta autorizada anotación.
[xvii]
El mismo Lucas, sin embargo, en unos versículos
que preceden a los citados, presentó al
apóstol Pedro predicando en Lidia y
obrando curaciones milagrosas, como la del paralítico
Eneas (Act 9,33-35), y prodigios como el
de la resurrección de Tabita, una discípula
del pueblo de Joppe que murió tras una
enfermedad «y, lavada, la colocaron en el piso
alto de la casa. Está Joppe próximo
a Lidia; y sabiendo los discípulos que se
hallaba allí Pedro, le enviaron dos
hombres con este ruego: No tardes en venir a
nosotros. Se levantó Pedro, se fue con
ellos y luego le condujeron a la sala donde
estaba, y le rodearon todas las viudas, que
lloraban, mostrando las túnicas y mantos
que en vida les hacía Tabita. Pedro los
hizo salir fuera a todos, y puesto de rodillas,
oró; luego, vuelto al cadáver,
dijo: Tabita, levántate. Abrió los
ojos, y viendo a Pedro, se sentó. En
seguida le dio éste la mano y la levantó,
y llamando a los santos y viudas, se la presentó
viva» (Act 9,36-41). Es evidente que en
esos días no hacía falta ser Dios
o Jesús para poder resucitar al prójimo
y, en todo caso, no se precisaba ser nadie en
especial para que Dios acordara devolverle la
vida ¿a qué entonces tanto alboroto con
la resurrección del «Hijo de Dios»?
¿es que no merecen idéntico alborozo la
resurrección de Lázaro o ésta de
Tabita? Dado que los textos de las Escrituras
van avalados por la “palabra de Dios”, las
resurrecciones que refieren sólo pueden
ser ciertas e igualmente meritorias e
indiciarias todas ellas o, por el contrario,
deben ser consideradas meras fabulaciones todas
ellas sin excepción.
[xviii]
Si leemos el Evangelio de Lucas, obra del
mismo Lucas que escribió los Hechos,
veremos que Jesús no pasó cuarenta
días apareciéndose, sino que ascendió
al cielo el mismo día de su resurrección,
poniendo así punto final a su estancia
terrenal (Cfr. Lc 24,13-52)
¿en qué quedamos? ¿fueron
cuarenta días o uno solo?
[xix]
No podemos menos que remarcar otra contradicción
-una más- en el contexto narrativo de
este párrafo, ya que mientras en Mt
12,38-40 Jesús es presentado pronunciando
las palabras citadas en respuesta a la
interpelación de «algunos escribas y
fariseos», en los versículos paralelos
de Lc 11,29-32 argumenta un discurso
equivalente pero situado dentro de un marco de
enseñanza muy diferente y sin mediar
pregunta ninguna (si exceptuamos la imprecación
de «una mujer de entre la muchedumbre» que, en
Lc 11,27, le dice: «Dichoso el seno que
te llevó y los pechos que mamaste»).